domingo, 24 de octubre de 2021

La obsesión presentista


Por Julio Conesa


Con los confinamientos y todo el periodo posterior al que nos abocó la pandemia del COVID´19 se pusieron en evidencia muchas cosas.


Afloró de nuevo la conciencia colectiva de que los servicios públicos eran útiles, necesarios e imprescindibles. Que muchos trabajos se mostraron como lo que son: “esenciales”. Y que la Ciencia, con mayúscula, es la verdadera gran baza de la humanidad para poder hacer frente a los desafíos que nuestra existencia tiene por delante.


También que un número importante de puestos de trabajo se pueden desempeñar con plena eficacia mediante el teletrabajo: con carácter temporal o de manera permanente con coordinación presencial ocasional con la empresa.


Se puso en evidencia que el presentismo generalizado, la norma común hasta ese momento, no era garantía ni de productividad, ni de eficacia laboral. Pues el teletrabajo ha logrado salvar muchos puestos de trabajo y mantener niveles de rentabilidad que hubieran resultado imposibles en estas circunstancias.


En 2019 con la pandemia y el decreto de alarma, el número de personas empleadas desplazadas de la oficina a sus hogares superó los 3,5 millones de personas en el segundo trimestre. A cierre de 2020, el total de teletrabajadores se moderó hasta situarse en los 2,86 millones y aún así, supuso un incremento interanual de un 74,2%. 


Estos hechos relacionados con el teletrabajo -incluida la aprobación exprés de una norma para regular el trabajo a distancia y favorecer la conciliación- no llega, sin embargo, al nivel de inserción que este modelo laboral ha logrado en los países vecinos. Y es que, la proporción de teletrabajadores dentro del total de ocupados en España se sitúa en el 14,5% frente al 21,5% de media de la Unión Europea y relega al país al puesto 16 de 22. (fuente: ElEconomista.es)


Países que siempre son referidos como ejemplo sitúan el teletrabajo en niveles muy altos: Suecia y Holanda son los únicos dos países europeos en los que el teletrabajo aplica entre más del 40% de los ocupados, con un 40,9% y 40,1% respectivamente.


Ahora, cuando el nivel de vacunación y la prudencia instalada como norma de comportamiento nos abocan a una normalidad poco a poca recuperada, también vuelven los viejos esquemas de funcionamiento laboral a imponerse. Parece que no seamos capaces de incorporar lecciones aprendidas, tan importantes como adaptar la fórmula del teletrabajo a lo cuotidiano.


Empresarios, gerentes y políticos recuperan obsesivamente el presentismo como única fórmula válida para garantizar un funcionamiento “normalizado” de los puestos de trabajo. Incapaces de superar los viejos esquemas porque nunca se creyeron las teorías de la psicología social y de empresa sobre la necesidad de cuidar al “cliente interno” con políticas de motivación e incentivos que generen un clima laboral favorecedor de una mayor productividad y eficacia.


Y así, en este marco, vemos como en las administraciones locales se paraliza la negociación de “Acuerdos y Protocolos de implementación del teletrabajo” o se dejan sin efecto los que venían funcionando, sin valorar conjuntamente con la representación de las trabajadoras y trabajadores en que áreas convendría mantener un sistema mixto o permanente, qué fórmulas debería aplicarse para garantizar la utilidad del teletrabajo en el ámbito de la conciliación familiar y laboral, etc.


Y de nuevo, se impone el presentismo como única fórmula de realización de las tareas en todos los puestos de trabajo imponiéndose frente a otras fórmulas que se han demostrado compatibles e incluso más productivas y eficaces.


miércoles, 20 de octubre de 2021

Yo soy machista

 Por Julio Conesa

Sí. Aunque resulte fuerte decirlo así. Estoy convencido que para empezar a superar esta condición (sí, condición) es necesario empezar por reconocerlo. Sólo así uno puede hacer frente a los miedos que conlleva plantearse seriamente “deconstruir” mi formación como hombre, en una sociedad que bajo esta premisa me ha colocado en el centro de todo, trasladando a la mujer a la periferia como algo adicional a mi existencia.

Nací como todos en el marco de una sociedad en la que los varones teníamos y tenemos una consideración especial. Se ha escrito mucho sobre ello. No me voy a extender.

Pero mi machismo es condición circunstancial, no es natural, no es consustancial al sexo. Es fruto de milenios civilizatorios de la especie humana y los condicionantes en los que se han desarrollado las sociedades hasta nuestros días.

Negar esta realidad, defender que quiero y siento la necesidad de ser compañero de viaje en el proceso de liberación feminista no me salva del peso que representa ser consciente de mi mismo y el bagaje de esencias que llevo conmigo desde siempre.

Muy temprano. Tal vez con 19 años empecé a abrir los ojos a una realidad que me chocaba. Ellas, valientes, luchadoras, arriesgaban todo. Como nosotros. Sin embargo, había cierto halo de paternalismo por nuestra parte hacia el trabajo que desarrollaban ellas.

Recuerdo los debates en torno a la liberación de la mujer. Las primeras jornadas feministas en la facultad del Campus de Basco Ibañez (no recuerdo si era la de “Económicas”). Si debíamos o no participar los hombres, viendo como algunos tomaban rápidamente la palabra para “indicar el camino” que “ellas” debían seguir.

Durante años he puesto esfuerzo y dedicación a incentivar, animar y empujar al compromiso social a compañeras y amigas. Y no se si en el fondo no hacía como esos mismos que “tomaban la palabra” de manera “paternal” para indicarles el camino.

He pasado toda la vida negándome la realidad a mi mismo, auto-convenciéndome de que “yo también era feminista”. Este error me ha llevado durante años a no poder interiorizar lo que supone el desafío de serlo realmente.

La complacencia que me proporcionaba sentirme diferente, sin embargo, me alejaba del verdadero compromiso. Es necesario replantearse las convicciones y los sentimientos, buscar un nuevo enfoque a las cosas donde los principios más básicos y esenciales preñados de “machismo inconsciente” sean removidos desde lo más profundo.


Esta reflexión la hago pública, avergonzado de las cosas que vengo viviendo un día sí y otro también desde hace años. La insoportable sensación de que en lo más profundo estoy ligado de alguna manera a esos energúmenos que causan tanto dolor, solos o en manada.

El otro día una amiga se preguntaba en las redes sociales que para cuando manifestaciones, concentraciones, actos de protesta solidaria de hombres, sólo hombres, por todo lo que estamos viviendo.

En los grupos virtuales en los que me muevo (mayoritariamente hombres) planteé esta misma cuestión. Dije que sentía vergüenza por los abusos, las violaciones, y que debíamos responder desde nuestra realidad de hombres que repudian estos actos y el trasfondo que hay tras ellos: El machismo que a todos nos condiciona.

Todos desviaron la mirada hacia lo concreto. El caso o casos que se dan. Descontextualizando esta realidad. Que si “psicología del violador”, que si las “pulsiones”, que si Freud….

¿Es tan difícil de entender?

Tal vez. Porque ir a la raíz lleva implícito un esfuerzo extremo. Darle la vuelta a la piel de cada uno, como un calcetín. Desnudarnos ante el espejo y reconocernos en lo que no queremos ver.

lunes, 11 de octubre de 2021

El trabajo en la sociedad moderna


Texto del filósofo, sociólogo y ensayista Zygmunt Bauman, publicado por primera vez en su libro "Work, consumerism and the new poor" 



Por: Zygmunt Bauman


Las sociedades tienden a formarse una imagen idealizada de sí mismas, que les permitirá «seguir su rumbo»: identificar y localizar las cicatrices, verrugas y otras imperfecciones que afean su aspecto en el presente, así como hallar un remedio seguro que las cure o las alivie. Ir a trabajar —conseguir empleo, tener un patrón, hacer lo que este considerara útil, por lo que estaría dispuesto a pagar para que el trabajador lo hiciera— era el modo de transformarse en personas decentes para quienes habían sido despojados de la decencia y hasta de la humanidad, cualidades que estaban puestas en duda y debían ser demostradas. Darles trabajo a todos, convertir a todos en trabajadores asalariados, era la fórmula para resolver los problemas que la sociedad pudiera haber sufrido como consecuencia de su imperfección o inmadurez (que se esperaba fuera transitoria).


Ni a la derecha ni a la izquierda del espectro político se cuestionaba el papel histórico del trabajo. La nueva conciencia de vivir en una «sociedad industrial» iba acompañada de una convicción y una seguridad: el número de personas que se transformaban en obreros crecería en forma incontenible, y la sociedad industrial terminaría por convertirse en una suerte de fábrica gigante, donde todos los hombres en buen estado físico trabajarían productivamente. El empleo universal era la meta no alcanzada todavía, pero representaba el modelo del futuro. A la luz de esa meta, estar sin trabajo significaba la desocupación, la anormalidad, la violación a la norma. «A ponerse a trabajar», «Poner a trabajar a la gente»: tales eran el par de exhortaciones imperiosas que, se esperaba, pondrían fin al mismo tiempo a problemas personales y males sociales compartidos. Estos modernos eslóganes resonaban por igual en las dos versiones de la modernidad: el capitalismo y el comunismo. El grito de guerra de la oposición al capitalismo inspirada en el marxismo era «El que no trabaja, no come». La visión de una futura sociedad sin clases era la de una comunidad construida, en todos sus aspectos, sobre el modelo de una fábrica. En la era clásica de la moderna sociedad industrial, el trabajo era, al mismo tiempo, el eje de la vida individual y el orden social, así como la garantía de supervivencia («reproducción sistémica») para la sociedad en su conjunto.


Empecemos por la vida individual. El trabajo de cada hombre aseguraba su sustento; pero el tipo de trabajo realizado definía el lugar al que podía aspirar (o que podía reclamar), tanto entre sus vecinos como en esa totalidad imaginada llamada «sociedad». El trabajo era el principal factor de ubicación social y evaluación individual. Salvo para quienes, por su riqueza heredada o adquirida, combinaban una vida de ocio con la autosuficiencia, la pregunta «Quién es usted» se respondía con el nombre de la empresa en la que se trabajaba y el cargo que se ocupaba. En una sociedad reconocida por su talento y afición para categorizar y clasificar, el tipo de trabajo era el factor decisivo, fundamental, a partir del cual se seguía todo lo que resultara de importancia para la convivencia. Definía quiénes eran los pares de cada uno, con quiénes cada uno podía compararse y a quiénes se podía dirigir; definía también a sus superiores, a los que debía respeto; y a los que estaban por debajo de él, de quienes podía esperar o tenía derecho a exigir un trato deferente. El tipo de trabajo definía igualmente los estándares de vida a los que se debía aspirar y que se debían obedecer, el tipo de vecinos de los que no se podía «ser menos» y aquellos de los que convenía mantenerse apartado. La carrera laboral marcaba el itinerario de la vida y, retrospectivamente, ofrecía el testimonio más importante del éxito o el fracaso de una persona. Esa carrera era la principal fuente de confianza o inseguridad, de satisfacción personal o autorreproche, de orgullo o de vergüenza.


Dicho de otro modo: para la enorme y creciente mayoría de varones que integraban la sociedad postradicional o moderna (una sociedad que evaluaba y premiaba a sus miembros a partir de su capacidad de elección y de la afirmación de su individualidad), el trabajo ocupaba un lugar central, tanto en la construcción de su identidad, desarrollada a lo largo de toda su vida, como en su defensa. El proyecto de vida podía surgir de diversas ambiciones, pero todas giraban alrededor del trabajo que se eligiera o se lograra. El tipo de trabajo teñía la totalidad de la vida; determinaba no sólo los derechos y obligaciones relacionados directamente con el proceso laboral, sino también el estándar de vida, el esquema familiar, la actividad de relación y los entretenimientos, las normas de propiedad y la rutina diaria. Era una de esas «variables independientes» que, a cada persona, le permitía dar forma y pronosticar, sin temor a equivocarse demasiado, los demás aspectos de su existencia. Una vez decidido el tipo de trabajo, una vez imaginado el proyecto de una carrera, todo lo demás encontraba su lugar, y podía asegurarse qué se iba a hacer en casi todos los aspectos de la vida. En síntesis: el trabajo era el principal punto de referencia, alrededor del cual se planificaban y ordenaban todas las otras actividades de la vida.


En cuanto al papel de la ética del trabajo en la regulación del orden social, puesto que la mayoría de los varones adultos pasaban la mayor parte de sus horas de vigilia en el trabajo (según cálculos de Roger Sue para 1850, el 70% de las horas de vigilia estaban, en promedio, dedicadas al trabajo [18] ), el lugar donde se trabajaba era el ámbito más importante para la integración social, el ambiente en el cual (se esperaba) cada uno se instruyera en los hábitos esenciales de obediencia a las normas y en una conducta disciplinada. Allí se formaría el «carácter social», al menos en los aspectos necesarios para perpetuar una sociedad ordenada. Junto con el servicio militar obligatorio —otra de las grandes invenciones modernas—, la fábrica era la principal «institución panóptica» de la sociedad moderna.


Las fábricas producían numerosas y variadas mercancías; todas ellas, además, modelaban a los sujetos dóciles y obedientes que el Estado moderno necesitaba. Este segundo —aunque en modo alguno secundario— tipo de «producción» ha sido mencionado con mucha menor frecuencia. Sin embargo, le otorgaba a la organización industrial del trabajo una función mucho más fundamental para la nueva sociedad que la que podría deducirse de su papel visible: la producción de la riqueza material. La importancia de esa función quedó documentada en el pánico desatado periódicamente cada vez que circulaba la noticia alarmante: una parte considerable de la población adulta podía hallarse físicamente incapacitada para trabajar de forma regular y/o cumplir con el servicio militar. Cualesquiera fueran las razones explícitas para justificarlo, la invalidez, la debilidad corporal y la deficiencia mental eran temidas como amenazas que colocaban a sus víctimas fuera del control de la nueva sociedad: la vigilancia panóptica sobre la que descansaba el orden social. La gente sin empleo era gente sin patrón, gente fuera de control: nadie los vigilaba, supervisaba ni sometía a una rutina regular, reforzada por oportunas sanciones. No es de extrañar que el modelo de salud desarrollado durante el siglo XIX por las ciencias médicas con conciencia social fuera, justamente, el de un hombre capaz de realizar el esfuerzo físico requerido tanto por la fábrica como por el ejército.


Si la sujeción de la población masculina a la dictadura mecánica del trabajo fabril era el método fundamental para producir y mantener el orden social, la familia patriarcal fuerte y estable, con el hombre empleado («que trae el pan») como jefe absoluto e indiscutible, era su complemento necesario; no es casual que los predicadores de la ética del trabajo fueran también, por lo general, los defensores de las virtudes familiares y de los derechos y obligaciones de los jefes de familia. Y, dentro de esa familia, se esperaba que los maridos/padres cumplieran, ante sus mujeres y sus hijos, el mismo papel de vigilancia y disciplina que los capataces de fábrica y los sargentos del ejército ejercían sobre ellos en los talleres y cuarteles. El poder para imponer la disciplina en la sociedad moderna —según Foucault— se dispersaba y distribuía como los vasos capilares que llevan la sangre desde el corazón hasta las últimas células de un organismo vivo. La autoridad del marido/padre dentro de la familia conducía las presiones disciplinarias de la red del orden y, en función de ese orden, llegaba hasta las partes de la población que las instituciones encargadas del control no podían alcanzar.


Por último, se otorgó al trabajo un papel decisivo en lo que los políticos presentaban como una cuestión de supervivencia y prosperidad para la sociedad, y que entró en el discurso sociológico con el nombre de «reproducción sistémica». El fundamento de la sociedad industrial moderna era la transformación de los recursos naturales con la ayuda de fuentes de energía utilizables, también naturales: el resultado de esa transformación era la «riqueza». Todo quedaba organizado bajo la dirección de los dueños o gerentes del capital; pero ello se lograba gracias al esfuerzo de la mano de obra asalariada. La continuidad del proceso dependía, por lo tanto, de que los administradores del capital lograran que el resto de la población asumiera su papel en la producción.


Y el volumen de esa producción —punto esencial para la expansión de la riqueza — dependía, a su vez, de que «la mano de obra» participara directamente del esfuerzo productivo y se sometiera a su lógica; los papeles desempeñados en la producción eran eslabones esenciales de esa cadena. El poder coercitivo del Estado servía, ante todo, para «mercantilizar» el capital y el trabajo, es decir, para que la riqueza potencial se transformara en capital (a fin de ser utilizada en la producción de más riqueza), y la fuerza de trabajo de los obreros pasara a ser trabajo «con valor añadido». El crecimiento del capital activo y del empleo eran objetivos principales de la política. Y el éxito o el fracaso de esa política se medía en función del cumplimiento de tal objetivo, es decir, según la capacidad de empleos que ofreciera el capital y de acuerdo con el nivel de participación en el proceso productivo que tuviera la población trabajadora.


En resumen, el trabajo ocupaba una posición central en los tres niveles de la sociedad moderna: el individual, el social y el referido al sistema de producción de bienes. Además, el trabajo actuaba como eje para unir esos niveles y era factor principal para negociar, alcanzar y preservar la comunicación entre ellos.


La ética del trabajo desempeñó, entonces, un papel decisivo en la creación de la sociedad moderna. El compromiso recíproco entre el capital y el trabajo, indispensable para el funcionamiento cotidiano y la saludable conservación de esa sociedad, era postulado como deber moral, misión y vocación de todos los miembros de la comunidad (en rigor, de todos sus miembros masculinos). La ética del trabajo convocaba a los hombres a abrazar voluntariamente, con alegría y entusiasmo, lo que surgía como necesidad inevitable. Se trataba de una lucha que los representantes de la nueva economía —ayudados y amparados por los legisladores del nuevo Estado— hacían todo lo posible por transformar en ineludible. Pero, al aceptar esa necesidad por voluntad propia, se deponía toda resistencia a unas reglas vividas como imposiciones extrañas y dolorosas. En el lugar de trabajo no se toleraba la autonomía de los obreros: se llamaba a la gente a elegir una vida dedicada al trabajo; pero una vida dedicada al trabajo significaba la ausencia de elección, la imposibilidad de elección y la prohibición misma de cualquier elección.

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